¿A qué suena una neurona en actividad?: al caer del granizo sobre un tejado, explica Hugo Solís Ortiz, de la Facultad de Medicina (FM) de la UNAM, quien tras investigar por más de 30 años el funcionamiento del sistema nervioso central se ha familiarizado tanto con ellas que puede identificarlas “de oído”.
Su hijo, también Hugo Solís -aunque García por parte de madre-, sabe hacer lo mismo; pero a él, como músico y profesor de arte electrónico y digital en el Tecnológico de Monterrey, le interesan más sus propiedades acústicas y potencial estético.
Que un neurofisiólogo y un pianista coincidan en un proyecto se antoja improbable; sin embargo, ambos hallaron el punto de encuentro al crear una pieza sonora a partir de los disparos eléctricos generados por estas células: el científico al introducir un filamento de platino en la neurona de un molusco y transformar esos impulsos en sonidos; el artista al proponer acordes para acompañar esa sinfonía de ruidos.
El resultado es una obra de ocho minutos y medio que -al igual que el caracol de jardín que aportó sus tejidos para el experimento acústico- lleva por nombre Helix aspersa y que consta de percusiones de origen biológico que se superponen a armonías improvisadas en el momento.
“Esto se puede hacer porque cada neurona tiene un ritmo propio que, aunque silencioso, se vuelve audible al ingresar su patrón de actividad a un amplificador y conducirlo a una bocina. Los pulsos registrados llegan a ser tan regulares que podríamos medirlos con metrónomo, lo que nos da una pauta a mi hijo y a mí para trabajar juntos, aunque cada uno desde su campo de experiencia”, señala el encargado del Laboratorio de Neurofisiología de la FM.
La propuesta -que tiene más de performance que de composición, pues depende de una serie de imponderables- se ha presentado ya en dos ocasiones, una en la Fonoteca Nacional y otra en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC), aunque en el último recinto de forma poco exitosa debido a que, pese a todos los intentos y el instrumental de alta precisión empleado, cada intento del sensor metálico por acertar en la célula nerviosa del molusco erró su blanco.
“Eso pasa hasta en el laboratorio, donde puedes tener un ambiente controlado, realizar un procedimiento repetido por ti hasta la saciedad y fallar. Resulta un poco paradójico, como también lo es que en los últimos años hayamos avanzado demasiado en el conocimiento de las neuronas y que, al mismo tiempo, sigamos sin saber casi nada”.
Cuando arte y ciencia coinciden
En 1928, al tiempo que Maurice Ravel componía su famoso Bolero, el francés desarrollaba un padecimiento conocido como afasia progresiva primaria. Hay quienes han visto en esta condición neurodegenerativa la razón de que creara dos motivos musicales y los repitiera obsesivamente a lo largo de 340 compases, en una suerte de testimonio en partitura de su paulatina pérdida de capacidades.
Al conectarse a la neurona de un caracol de jardín, traducir sus impulsos en ondas sonoras y acoplarlos a un discurso musical (con apoyo de su hijo), Solís Ortiz obtiene el registro de un proceso propio del sistema nervioso central, aunque aquí no del declive del cerebro, sino de algunas señales que dictan el comportamiento animal.
“Para los fines de este experimento, tenemos suerte si hallamos en el ganglio subesofágico las llamadas células marcapaso, debido a que emiten ritmos sumamente regulares que, si pudiéramos traducirlos al español, los escucharíamos como órdenes susurradas al molusco del estilo ‘aliméntate’, ‘duerme’, ‘despierta’, ‘reprodúcete’ o ‘muere’”.
Pero no todas se comportan de la misma manera, agrega el académico, pues frente a las que emiten disparos de forma regular hay otras que lo hacen espontáneamente para luego callar de súbito. No obstante, todas trabajan juntas en una extraña complementariedad surgida de esas discrepancias.
Sean las 11 mil neuronas de un caracol o las 100 mil millones presentes en el cerebro humano, cada una realiza un trabajo específico, lo que hace que el académico las compare con una orquesta que, al dividirse en secciones y ejecutar líneas melódicas únicas a momentos precisos, crean un todo armónico.
El profesor Solís no es el único que ha encontrado semejanzas entre las estructuras biológicas y las artísticas; de hecho, ya en el siglo XIX Santiago Ramón y Cajal -quien antes que científico anhelaba ser pintor- describía al sistema nervioso central como “la obra maestra de la vida”.
Sobre el funcionamiento de esta red, el histólogo explicaría en 1888 que, a través de prolongaciones, sus células se unen por contigüidad y no por continuidad, como argumentaba el italiano Camillo Golgi. El hallazgo le valió no sólo ser llamado “padre de la teoría de la neurona”, sino obtener el Premio Nobel de Medicina de 1906.
“Durante mucho tiempo se supuso que las neuronas se comunicaban por contacto físico, hoy sabemos que lo hacen a través de sinapsis (químicas o eléctricas) sin tocarse siquiera. Sin embargo, pese a ser individuales, forman conjuntos y según su área de ubicación muestran peculiaridades clasificables por su actividad o por dos variables que terminan por evocar términos musicales: frecuencia y ritmo”.
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